El collar de Schrödinger

No sé si Usted recuerda la translucencia de la ventana empañada por el frío. Esa misma que guardaba un mensaje dibujado con los dedos en una noche de promesas bacanales. Haga un último intento, cierre los ojos y verdaderamente recuerde. No piense en el espectro, ni en el pasado, ni en el futuro. Más bien recuerde ese nevado domingo en que ella miraba desde el segundo piso a la mitad del camino de nuestra vida, donde se encontraba un schnauzer en la calle oscura, porque su recta vía estaba esmarrita.

Este perro era una estatua zen, imperturbada por el frío. Apenas y salía vapor de su negra nariz. ¿Estará congelado? ¿Por qué no vas afuera a darle algo de tu calor? Seguro morirá si nadie sale. Pero nadie mira por las ventanas de la calle que da al túnel. Es como si el mundo estuviera apagado, sin más luz que la de su invernal blancura reflejando las luces del café del frente. 

Él la miraba fijamente con sus ojos noche y ella le retornaba con su mirada de amante. Amante por la vida que estaba allí afuera en ese frío domingo capitalino en el que solía quedarse acostada en la cama con la resonancia de su placentero sonajero, imaginando que el frío le acariciaba la piel y le calentaba sus orillas.

No podía aguantar a dejarlo morir allá afuera, a pesar de que su mirada no le pedía nada y al tiempo le robaba todo. La desprendía de sus ganas de estar refugiada y violar su religioso ritual dominical de atender el altar de su propia soledad acogedora. Una soledad de la que nunca quiso salir, hasta que vio al perro blanco allí al frente del Olimpo.

Intentó darle la espalda y volver a su ritual matutino o vespertino. Ya no importa la hora, es domingo y ella mañana vuelve a trabajar. No tiene sentido salir a enfriarse cuando simplemente puede volverse a acostar con sus papitas, su rosin de hamburguesita y su varita mágica, los cuales la transportan lejos de la Sociedad del Cansancio. 

Sin nada más encima que su amor por todas las formas de vida peludas y sus pendientes atravesando las cimas de sus sensibles montes de la madre que pudo ser, se levantó, arrumó el desorden de las botellas y, a través de ellas. Descalza, pecosa y caucásica se abrió paso feralmente hacia la puerta que da al pasillo. Algunas debieron romperse, pero ninguna penetró en ella, que de allí bajó con saltitos felinos, apenas cubierta a enfrentarse con la fría fricción de la realidad, con tal de poder salvar al perro que no sabía que necesitaba de ella.

Aún viéndola bajar del Olimpo, el espolvoreado perro siguió ahí sin sobresaltarse, como si hubiera estado esperándola toda la vida. El schnauzer de barbas y pelo largo, –que seguro se encontrarían por todos lados cuando barres el piso blanco del impagable apartamento–, estaba sentado y quieto. 

Apenas perdido entre su mezcla de pelaje y nieve hueso, sobresalía el brillo de la cadena que seguro lo llevaría a casa. La curiosidad de ver más de cerca la cadena que parecía resguardarlo incólume del frío con la Bendición de San Benito le pudo. No aguantó bajar a la acera desde su cálido apartamento. 

Mientras se acercaba a él, a gatas, con tal de no inquietarlo de su posición de estatuilla, ella difícilmente aguantaba el cosquillear de la nieve en sus descalzas patitas blanquirosa y sensibles al menor roce de los copos, que en ese momento fueron para ella como los dedos que en una vida pasada la hicieron varias veces casi orinar de risa, cuando se aproximaban a sus zonas prohibidas en sus pasadas peleas de cosquillas sobre la cama.

El vapor de su nariz rosa olió el duro caparazón de hielo que cubría al perro como una armadura. Ella pudo sentir más allá de lo augusto de la armadura. Si bien esta se veía firme y dura como un caparazón de plata, por dentro estaba oxidada.

Ella reparó en que el perro no se podía mover, apenas estaba respirando, tornando su nariz negra y sus ojos noche en un gris espectral que dejaba su cuerpo con cada aliento de vapor de agua. Acercó sus mitones suaves a la escafandra helada para poder ver a través de ella, limpiando lo empañado y dejando ver la cadena que yacía debajo, pero el frío hipotérmico quemó sus almohadillas al primer contacto, así que ya no podía ver el collar para llamar a casa del perro paleta.

Ella intentó con todas sus fuerzas alzar el yelmo del perro, pero sus manos empezaron a sangrar gracias a las garras de la desesperación. Los ojos noche del perro se tornaban cada vez más grises, como por cataratas que lo llevaban al mundo de la ceguera sepulcral. De todas formas, él ya no podía más ver los colores, se supone que los perros sólo ven en blanco y negro, pero este sólo veía el blanco y el rojo que tinturaron de rosa pastel el pelaje y la nieve que se acumulaba sobre ella. 

Las luces de la cafetería, que servía un quiche de pastrami y un sorbete de guanábana que le encantaban a ella, se apagaron. Los financieros se quedaron en el mostrador. Ya ni el calor de la iluminación artificial servían de pretexto para no tiritar. Ya estaba cansada de intentar penetrar en la fría coraza protectora y asesina del perro. 

Ella intentó alzarlo, pero el perro no se dejaba y no la dejaba. Estaba rígido ahí, en medio de la calle que da al túnel, donde, paradójicamente otro perro se congeló para siempre, pero quemado por un hijueputa.

Se le ocurrió recurrir a lo último que le quedaba para al menos poder estar tranquila de que hizo todo lo posible y no cargar con la culpa que no escapaba del pecho del perro. Empezó a lamer y a lamer y a lamer. La coraza, curiosamente no sabía a lágrimas, que es lo que dicen es el sabor acuisalado de la nieve.

Disfrutaste tu vida como la única en la casa, siendo siempre el centro y estrella de tu mundo celestial y ahora ¿vas a morir por un estúpido perro? Eras mejor que eso. Nunca ella tuvo menos de lo que deseaba y si no lo deseaba no lo quería, pero por llegar al interior de él y poder salvarlo lamió más de lo que podía humectar. ¿Cómo llegaste a este predicamento? ¿Tú de todas?

Se suponía que la vida era un camino que recorríamos para cambiar nuestra dirección, para cambiarnos. Pero resulta que las cosas pasan por uno y lo traspasan, dejando en nuestro interior poco más que una historia cuya moraleja olvidamos con la siguiente experiencia volátil, restando apenas la oscuridad, el silencio y la amnesia de una tarde nevada de domingo, senza di te.

De tanto lamer y lamer le supo a la leche que su amo solía darle cada mañana y que salpicaba su cuerpo y chorreaba su acogedor interior. De repente, se empezó a escuchar el tarareo de una canción retumbando desde la tumba glacial del perro. Era una canción que ella se sabía, y nunca pudo olvidar, como el viento nublado que se alzaba esa tardenoche de domingo en que ella conoció el hielo y las mariposas ya no se alzaban más, a pesar de bater y bater sus alas en un pequeño torbellino que no las despegaba del girasol que yacía todavía sin marchitarse en el florero junto a la ventana. No estaba marchito, sino disecado del frío.

Poco a poco, con la calidez de su lengua cada vez más carrasposa por la fricción contra el blindaje del perro, ella fue descubriendo poco a poco la cadena que él llevaba y que le diría a dónde llamar para llevarlo finalmente a casa. Pero no, esta tenía otras inscripciones incomprensibles para un gato. 

Ella siguió lamiendo y lamiendo, ya lo estaba logrando, pensó que estaba llegando por fin al interior de él, que podría salvarlo. Ella estuvo dispuesta a todo. Su lengua empezó también a arder de rojo. Ahora ella estaba toda tinturada de rosa pastel, color del altar que ella soñó caminar directo.

El perro se levantó finalmente, se sacudió el resto de la nieve que le quedaba gracias a ella, descubriendo un pelaje negro, liso y abundante que se enredó en los recuerdos de ella desde mucho antes de ese domingo de verano. Sin darle las gracias se dio la vuelta. Un viento azul sopló desde arriba y se lo llevó volando, deshaciéndose sin Remedios, como si le arrancaran suavemente los pelos que ella solía barrer de su apartamento.

No le quedó más que volver adentro. Suspiró. Tranquila de haber hecho todo lo posible al final. Cuando llegó a la puerta se paralizó frente a ella, los pelos se le pusieron de punta como sintiendo el roce carino de los dedos que una vez acariciaban su médula más interna y se percató de que la llave estaba en cualquier parte, menos afuera. La llave de Schrödinger podría o no podría estar adentro. Eso nunca lo sabremos con certeza.

Sólo sabemos que, antes de alejarse, ella no sintió ni lástima, al menos la puerta había quedado bien cerrada sin necesidad de tirar la llave a la alcantarilla. No importa ya que algún pobre diablo de otro cuento se le ocurriera robar y se metiera en el 206, a esa hora y con el interior gélido o tórrido, eso ya ni lo puedo saber.

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