Oblación

Este Monstruo, –a pesar del insomnio, de la amnesia y, por más palabras duras que salgan de los dedos de quien en una lejana fantasía fuere el elixir que prevenía su eventual e inevitable transformación–; y en tratando de disipar a través de las llamas prometeicas y las aguas del Lete todo vestigio del pasado inmanente en su brevedad, –mediante la más final de las sentencias–, sabe desde el exilio que todavía son verdad las reliquias manuscritas que quedaron impresas con resignada ternura arrancada por parte de Ella –sea tanto como de su libreta de nocturnas conversaciones con sí misma, como de la cadena que pesaba en su cuello purificado– el día de su partida de la que habría podido ser la morada de Sobre de Manila (aquel donde yacen todavía los documentos previos a un consorcio de vida consumado sin celebrarse):

“Cuando dudes de todo,

incluso de la realidad misma…

Confía en mi amor,

en que te amé y fuiste

digno de ello por un tiempo,

recuerda que creí en ti.

Confía en mi amor, que

aunque diferente siempre estará.

En este mundo incierto, 

puedes confiar en que 

alguien te ama por quien eres”.

La criatura confía en la inmanencia de la voluntad tras esas palabras reconfortantes en el ostracismo, así la suya haya desfallecido. Tiene la fe tatuada en que a pesar de que otras nuevas quieran derogarlas de un tacho sin compasión, todavía resta un poco de esta voluntad hacia este vestigio de sombra que ahora se ha designado amargamente como monstruosa. Nada quita que sea de manera muy merecida y justa, pero no es por menos dolorosa para la cruel e indigna criatura que ahora se desaparece en los sordos ecos provenientes de la ducentésima sexta caverna en la ladera del Olimpo en el medio del camino de una vida que hoy apaga otra vela más. ¿Será acaso que la monstruosa crueldad de Sus posteriores designios sean en realidad una muestra de compasión hacia el cruel monstruo aprisionado allí por la Diosa Némesis? ¿Una compasión similar a la del amo que eutaniza a su viejo compañero barbudo para que no sufra más una no-vida/no-muerte de incontinencia senil, amnesia y epilepsias nocturnas lejos del propio abandono del monstruo que no aguantó seguir viéndolo sufrir en la oscuridad de su decadencia hasta desvanecerse en un torbellino de pelos al viento?

Este monstruo cree todavía en que sigue viviente algo más que esta mera compasión sacrificial de matar lo que yace al interior de Su divinidad humanada en forma de mujer. Pese a que lo dicho repetidamente haya sido descarnado, a fin de inmolar en su interior lo que el tiempo, el sufrimiento, la abstinencia y el ostracismo pretenden mancillar mediante apelativos monstruosos y contrarios a la compasión que manifestó le quedaba hacia el suscrito reo, difícil resulta no creer que el odio divino hacia sí misma por seguir sintiendo lo que se suponía ya no debería, constituye evidencia de un amor humano a prueba de todos los malestares físicos que la cercanía con el monstruo le servían de cautela, porque las Diosas que aman a los Monstruos terrenales se purifican en su suciedad, se hacen humanas y por ende, mortales. Sólo los seres mortales y conscientes de serlo pueden amar, toda vez que en su finitud se encuentra la eternidad, la eternidad nacida y extinta en el otro.

Efectivamente su cuerpo será purificado de las garras del animal lujurioso que la poseyó para sí, peligró sus nueve inmortalidades y la hizo menos divina y más mujer. Que lamenta cada noche ausente el haberla bajado del umbral celestial a lo más bajísimo del inframundo, ya que sin su Diosa él no es más que una criatura subterránea al no poder ver más la luz de sus fecundos ojos ni sentir sus brillantes caderas, en las cuales divisó la titilante esperanza de la felicidad compartida, como el brillo de una cadena al interior de la coraza de vidrio polar. No obstante, fuera de ella el collar de Schrödinger está desprovisto de cualquier beatífica propiedad protectora y pasa a ser una simple alaja lista a ser despachada a una dirección desconocida, en trueque por los bienes que el famélico y sediento homúnculo atesora como reliquias de una religión vedada a aquellos demasiado vivos para morir y demasiado muertos para vivir. Lamentable que este amuleto haya probado su valor de bisutería por cuanto no la protegió del proyectil que se veía avecinar y aún así no pudo esquivar. No obstante, esta criatura aún guarda la fe en este odio divino de Ella hacia sí por seguirlo extrañando a él desde su altar purificatorio, como una prueba de Su inmensa piedad, aunque a veces lo más piadoso sea la oblación ante el tabernáculo de la caucásica Diosa de Cola Rosada y piel de encajes a fin de purificarse en petits morts, como en un momento su noches inquietas se inmacularon en Ella, por Ella y a través de Ella.

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Una respuesta a “Oblación

  1. “Un arte” de Elizabeth Bishop

    El arte de perder se domina fácilmente;
    tantas cosas parecen decididas a extraviarse
    que su pérdida no es ningún desastre.

    Pierde algo cada día. Acepta la angustia
    de las llaves perdidas, de las horas derrochadas en vano.
    El arte de perder se domina fácilmente.

    Después entrénate en perder más lejos, en perder más rápido:
    lugares y nombres, los sitios a los que pensabas viajar.
    Ninguna de esas pérdidas ocasionará el desastre.

    Perdí el reloj de mi madre. Y mira, se me fue
    la última o la penúltima de mis tres casas amadas.
    El arte de perder se domina fácilmente.

    Perdí dos ciudades, dos hermosas ciudades. Y aun más:
    algunos reinos que tenía, dos ríos, un continente.
    Los extraño, pero no fue un desastre.

    Incluso al perderte (la voz bromista, el gesto
    que amo) no habré mentido. Es indudable
    que el arte de perder se domina fácilmente,
    así parezca (¡escríbelo!) un desastre.

    ************

    One Art

    The art of losing isn’t hard to master;
    so many things seem filled with the intent
    to be lost that their loss is no disaster.

    Lose something every day. Accept the fluster
    of lost door keys, the hour badly spent.
    The art of losing isn’t hard to master.

    Then practice losing farther, losing faster:
    places, and names, and where it was you meant
    to travel. None of these will bring disaster.

    I lost my mother’s watch. And look! my last, or
    next-to-last, of three loved houses went.
    The art of losing isn’t hard to master.

    I lost two cities, lovely ones. And, vaster,
    some realms I owned, two rivers, a continent.
    I miss them, but it wasn’t a disaster.

    —Even losing you (the joking voice, a gesture
    I love) I shan’t have lied. It’s evident
    the art of losing’s not too hard to master
    though it may look like (Write it!) like disaster.

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