Ecología de la Tierra arrasada

–Milan Kundera: La lentitud, pág. 59.

Más que duda o dificultad al escribirle estas esquivas epístolas virtuales con palabras que son todo lo contrario que frías y reposadas, siento cómo la mera posibilidad de escribirle va venciendo poco a poco cada resquicio de Resistencia (Steven Pressfield, The War of Art), de aquello que nos engaña y nos aleja de nuestro verdadero llamado a nuestro propósito de vida. Si algo nos genera algún tipo de fricción, significa que por ahí es nuestro camino, por ahí es nuestro llamado. El mío me susurra con voz de gorgona y me atrae a Ella cada vez con más fuerza.

Escribirle genera en mí la paz de poder decir con parresía y anaideia las cosas que quedaron por decir durante nuestra prolongada pero precoz brevedad que, en menos tiempo que la eternidad presentida, encerró en sí más de las palabras que estos dedos sangrantes pueden contener cada noche en que Ella se expone estrecha a sedientas aguas indignas de Su sed, indignas de satisfacerse en Ella, con Ella y a través de Ella. 

Su nuda imagen, venida a la mente en todo momento, es aquella de la Musa que me evoca palabras que nunca pensé siquiera posibles de derramar. Las imágenes inmanentes que Ella me trae vencen el hambre y la sed que traigo desde que se fue. Con ellas venzo el cansancio de la larga jornada lejos de Su lecho de descanso. Después de todo, aguantamos mucho más de lo que pensamos.

Las palabras regadas en estos textos que siempre se sienten fatales, por no saberse leídos o siquiera futuramente respondidos en la vida que nos resta, salen expelidos como una vorágine incontenible que arrasa todo resquicio de dubitación. Ya no hay más que temer, si bien muchas veces lo hice y por eso la alejé, pero estoy segura de que no la perdí, así porque sí. El camino fácil ahora sería simplemente desaparecer irresponsablemente como un Íncubo noctámbulo. ¡Apague y vámonos pretendiendo que nunca nada pasó, diciéndonos addio, rindiéndonos a olvidar las lecciones aprendidas y viviendo en un eterno retorno que repite una y otra vez la procrastinada vida llevada hasta ahora!

No, nada de eso. Preciso enfrentar de una vez por todas el miedo que vengo evadiendo desde siempre y que permití me hiciese indigna del inmerecido amor que Ella me daba. No me entregué porque dejé que mi ego me controlara. En otras palabras tautológicas, mi miedo llevó a que mi ego no permitiera que me entregara, tal y como Se lo cuestionaba a menudo, en cambio, debí haberlo hecho a mí misma a tiempo. Toda proyección es una reflexión: «Es irónico como al final no se trataba de que no creyeras en mi amor, sino de que no creías en el tuyo.», me preguntó cual Tiresias. 

Dicen que los oráculos premonitorios son en realidad nuestros impulsos inconscientes y que ese es el valor de interpretar los mitos, las leyendas, la épica y la poética. Lo que parece presagiado en realidad es realizado por el propio ser, por el propio lado oscuro, de modo que entenderlo, analizarlo y hacer consciente lo inconsciente, nos permite entender nuestra irracionalidad más inmanente y a dejar de culpar al destino por lo hecho por nuestra propia mano. Contrariando mi habitual falta de introspección, esto me llevó a cuestionar acerca de cuál es esa parte de mí que considero más blanda, más vulnerable. ¿Qué es eso en mi vida que me da miedo perder? ¿Cuál es mi caparazón? ¿Qué escondo bajo mi caparazón de Cangrejo?  

Creo que desde siempre he vivido queriendo y temiendo ser verdaderamente amada, porque a pesar de vivir rodeada de amor, siempre he querido más y de la forma en que lo quiero, pero no encontraba lo que quería, sentía que es insuficiente o proveniente de quienes no quiero, porque tal vez yo misma no soy lo suficiente para tenerlo de quienes sí quiero en la cantidad y calidad que quiero, o temo no tener lo suficiente para retribuirlo. Por eso hice todo esto, lo saboteé, aún sabiendo que posiblemente sea lo máximo que pueda llegar obtener en tal corta vida, a pesar de que mi avaricia no lo haya valorado lo suficiente. «Si no lo deseo, no lo quiero», se ha vuelto un mantra heredado de mi difunta Diosa.

Como siento que lo que deseo es penoso por ser más de lo que merezco, lo callo. Me da vergüenza o miedo de perder lo poco que tengo, aunque en el fondo no lo valore. A sabiendas de que quiero más y mejor, paradójicamente no valoro lo que tengo porque lo veo fungible, pero por otro lado me aferro a lo poco que tengo, porque no hay más opción. Tampoco quiero sentir que me conformo con menos, de modo que me la paso poniéndolo a prueba, como una forma de ver qué tanto y en qué medida soy querida, porque quiero ser querida total, incondicional e irrevocablemente, así yo actúe a veces de formas cuestionables, atrevidas, irresponsables, desconsideradas, suicidas, egoístas, farsantes, canallas. Quiero ser querida y me arrogo el derecho intitulado (entitled para mí no tiene traducción satisfactoria) de sentir que me lo merezco, de que debo tener más más y mejor mejor, así no haga muchos méritos y, más temprano que tarde, termine actuando de forma contraproducente o impulsiva. Sin querer, queriendo.

Miedo maldito miedo. El ego causa la división, la separatidad, la soledad. Miedo me da esto último. Nunca he aprendido a estar sola verdaderamente; y hoy esto es lo más solitaria que he estado jamás. Tal vez por eso me ha sido siempre tan difícil descansar en las noches sola y más aún sin Ella. Más aún después de conocer lo que era el verdadero descanso, la sensación de morir en petits morts con Ella en brazos, inmóviles, sin necesidad de reacomodarnos en la cama o el sofá ni terminar dándonos las espaldas. Lamento haberlo hecho.

Con Ella encontré el verdadero descanso. Entendí tardíamente que parte de mi error fue desesperadamente intentar querer replicarlo durante su ausencia en una infructífera misión suicida que me hizo dar cuenta, tardíamente, de que no era posible, de que no hay otra agua que me sacie ni otro ser que me dé el mismo sosiego nocturno, ni que sea la cura de mis noches blancas, porque con Ella, sólo en Ella y a través de Ella había verdadera compañía en nuestras soledades ebrias mutuamente, algo que no he encontrado jamás en ninguna otra alma nocturna, tal vez únicamente en el calor pelucho del Pelucho.

Miedo me da también el llegar al equivalente humano de la condición de Carusso, y no poderme suicidar con éxito. Pasar de ser un ser henchido, felpudo, activo, feliz y jovial a reducirme a ser apenas desorientado, sordo, famélico y huesudo ente que no puede siquiera controlar sus esfínteres; que reducido a cucarronearme boca arriba en desperado frenesí ya ni me puedo parar del tapete oloroso a meados ni para irme cagar y terminarme haciendo encima, a menos que todavía pueda ladrar de clamor para que alguien que era familiar –hoy falaz de mi memoria– se apiade de mi soledad y me recoja, sin yo saber siquiera si vendrá o no porque ya no puedo oler ni oir a quien se aproxima para llevarme al garaje a hacer las necesidades que de otro modo me haría encima. Clamores tan retumbantes como los de la abuela sedienta que retumbada en una UCI repetía sepulcralmente «¡Agua, Aaagua, Aaaaaaagua, AGUA!» y las hoscas enfermeras prohibían llevársela porque supuestamente se le iba a los pulmones, pero igual a escondidas le remojaba los secos labios con papel higiénico medio húmedo, pretendiendo acallar sus agónicos clamores, cuyos ecos retiemblan en lacrimosos escalofríos aún hoy.

Miedo me da la muerte y, más que esta, es la de morir de manera indigna desintegrada en la soledad, la ceguera y la locura, como el viejo Melquiades. Con el pasar de los años he soñado que la mejor eugenesia y eutanasia sería vivir y morir de manera espartana y legionaria; viviendo y muriendo por algo o alguien; salvando alguna convicción que todavía no he llegado a tener; sosteniendo principios inamovibles e innegociables; siendo victorioso sobre enemigos que necesito, y celebrando con aguamiel en el Valhalla o en relatos biográficos. «What we do in life echoes in eternity».

Los cobardes mueren muchas veces antes de su muerte; Los valientes nunca prueban la muerte sino una sola vez. De todos los prodigios que hasta ahora oí, El más extraño me parece que los hombres teman viendo que la muerte, inevitable fin, ha de venir cuando quiera venir

— Julio César por William Shakespeare

En cambio, sería un verdadero pesadelo el que no haya un escape sino estar atrapada en un cuerpo que no funciona, que no recuerda, que no crea, que no procrea, que no disfruta, que llega a su decrépita senilidad dándose cuenta de que no ama, de que no da nada de sí más que consumo, gaste y desgaste. Un cuerpo que me encierra como una escafandra, y del cual no puede escapar siquiera mi mariposa, sin la cual ni mi imaginación ni mi memoria sirvan de líquida fuga. 

He llegado a pensar que algo que nos diferencia de otros seres es nuestra capacidad de autodestruirnos de manera voluntaria y consciente. El perder esta cualidad de autosacrificio es perder algo de nuestra humanidad. Tal vez lo que nos diferencia de los animales, no es ni la razón, ni la emoción, ni el lenguaje, ni el alma; sino que en cualquier momento de nuestra vida nos podemos inmolar con métodos diferentes a la huelga de hambre, al encallamiento, al ahogamiento o a la defenestración instintivas o autónomas, algo que en un estado de movilidad reducida sería difícil sin ayuda externa. No tenemos tampoco un propio botón de apagado que podamos presionar en la emergencia de una falla general, ni un mecanismo de autodestrucción que nos haga volar por todas y ninguna parte. Odiaría sentirme como un ronin sin espada para el seppuku, porque alguien se la embolsilló de nuestra abandonada morada, tal como afasté de mí mi hogar y mi altar, que eran Mamorro y Su Alteza, respectivamente. 

Esa ladrona fui yo al arrancarme de mis hogares y abandonarlos a sus suerte y muerte en búsqueda de un destino que me es cada vez más disipado. Ahora tendré que cargar con la culpa de hacer morir mis raíces o arrancarlas, y vagar por noches como ésta, atormentándome por recuerdos que duelen en su progresivo desvanecimiento, indiferentemente de lo asaz que intente iterarlos cual fija idea propia de una obsesa aferrada a un sempiterno momento en la desesperanzada desmemoria de la fértil floresta devastada por el fuego del ardiente odiamor.

Si algo todavía existe y vale la pena ser salvado de tal devastador conato es tal vez esto: este espacio. «Soltar no es perder, es ganar espacio». El espacio en que nos soltamos para poder encontrarnos a nosotras mismas. El espacio en que aprendemos a vernos al espejo y entender el mal que hicimos, el mal que nos hicimos. Más bien el que te hice y me hice a mí misma. El espacio de reflexión, entendimiento y resolución de la vieja duda en epístolas que no hemos escrito nunca a otro destinatario, ni siquiera a sus sendos autores, mi Ninfa del Lago Artemis Limnatis. 

Ganar espacio como el del estéril campo en que la sativa semilla milagrosamente germina frondosa después de la quema indiscriminada: donde la tierra se regenera, la vida sigue su curso y la esperanza de Manila magari reflorece en la persefónea primavera que sigue nuestro combustible invierno aroma de aguarrás. La imperdonable e inclemente naturaleza termina perdonando incluso la Violencia de nuestra Vorágine.

El espacio vacío de la rueda que gira y gira, que sigue atravesando el camino de nuestras vidas una vez caminadas y que nunca serán las mismas, dado que no descorren lo recorrido ni se arrepienten de lo vivido, por más ardua que sea la senda que descalzas transitamos ahora por nuestra cuenta.

Es el espacio entre nosotras, este espacio en que nuestra disipada atención característica del multitasking de la sociedad del rendimiento se concentra meditabundo por fin en un sólo punto, para así poder finalmente mirarnos fijamente dejamos de temer desnudarnos al mundo así sea desde esta árida y resentida distancia, porque ¿qué miedo hay de desnudarnos si ya estamos desnudas una frente a la otra, mi placentera Unicornio?

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