Archivo mensual: agosto 2021

Clepsidra de Cinza

Encerrada en tu celda no podías hacer nada más que fumar los últimos cigarrillos que te quedaban como una clepsidra que medía el pasar del tiempo no mediante bocanadas de agua, sino por ríos de humo y ceniza que se nos deshacía como las arenas de nuestra efímera felicidad. A falta de una mujer narguila (نارجيلة‎) u otro vicio que precipitase la inevitable condena, el aire estaba ahora enrarecido por lo que no era más que sorbos aglutinantes de los minutos previos al ascenso al cadalzo de la lapidación.

»¿Sabes por qué creo que se llaman Cleopatras?–te dijo Meme con la fumarola emergiendo de su boca antes de pasarte el cigarrillo casi como una moneda que se pasea por los tersos muslos de sus dedos.

Callada la atrajiste más a ti. Recostadas una sobre la otra, ya sea ella junto a tu pecho o tú sobre el de Meme, escuchándose mutuamente el sentencioso reloj de alcachofa bajo sus seios nudos se compartían el calor de las esfinges de la sabana de sábanas, al finalizar su mutua cacería. A Serapis le dio envidia verte tan cerca de ella y se subió a la cama con ustedes para compartir un poco de su felino sosiego. ¿Quién fue la presa y quién fue la cazadora? No importaba, porque Ella era ya tu furtiva Atalanta.

Tu sabia Esfinge te cuenta historias tejidas en acertijo, casi al ritmo de los cigarrillos posteriores a la voraz caza. Música prohibida de fondo, hiyabs (حجاب‎) en el suelo, el haram (حرام) entre sus cuerpos.

»Los Cleopatras, son mis cigarros favoritos. Me recuerdan esa historia en que Dion Casio contó cómo la gorgona Cleopatra prácticamente se presentó ante Julio César… –empezaba sus historias así para humectar no solamente tu curiosidad.

Retuviste el humo y no lo dejaste salir hasta cuando ella continuara con la historia que ahora querías que terminara. Te impacientaba que ella dejara las historias a medio contar. Sus pausas y su mirada te ahogaban, te quitaban el aliento, literalmente desde la primera vez que su velo dejó escapar el aroma de su mirada sabor a arábica, entremezclada con la niebla de la shisha (شيشة) que se paseaba por sus manos de henna (حِنَّاء‎), llenas de lustrosos anillos y cadenas disuasorias de pretendientes timoratos a su encadenamiento. ¿Quién podría haberse imaginado que esa mujer tan velada de repente te desvelaría todas tus noches desde ese volátil verano y con ellas todas las subsiguientes desde su repentina partida?

»Recién llegado Julio César a Egipto, dispuesto a cerciorarse de su fidelidad a Roma, se encuentra con sus generales departiendo y hablando de estratagemas, cuando le avisa uno de sus capitanes que había llegado recién un comerciante griego con una dádiva de bienvenida.

»Nada más peligroso que un regalo griego– te reíste por fin, con el humo escapándose con tus pequeños suspiros que la enamoraron la primera vez que ella pasó de ser la extraña del café a ser tu sharmoota (شرموتة) y tú la suya. Nadie sabe quién supiró primero de las dos, pero sí quién dejó de hacerlo la primera.

» Ya quisieras que también fuera de madera –sin que pudieras darte cuenta, Meme te dio un beso, apropiándose un poco de tu humo, porque tu aliento siempre fue suyo, desde antes de que lo tuvieras y hasta después de dejar de suspirar. Previo a retomar, se remojó los labios con un poco del ούζο que trajiste de contrabando de las tierras del mercader que, tal como te narraba, traía envuelta en una cara alfombra a nada más ni nada menos que la reina Cleopatra, hermana y esposa del tonto Tolomeo XIV.

» El mercader desenrolla el pergamino prohibido dejando ante César la dádiva que cobra vida, no como un báculo hecho cobra, sino en forma de una Venus encarnada tendida ante sus pies. Por cierto, no menos peligrosa — saboreaba todavía Meme el ούζο, que te trocó por un selinho. Regresó la botella al sitio que tenías muy bien designado entre tus piernas. Su roce a través de la sábana y su ligero derrame se mezcló con el tuyo. Amargo y ardiente como las sosegadas tardes juntas en ese apartamento del distrito Al-Haram (الهرم).

Mientras ella te narraba una historia que una vez más servía para desvelarte algún secreto premonitorio, con las puntas de tus dedos leías las inscripciones que recorrían su espalda y te revelaban los secretos compartidos en las más profundas catacumbas de los antiguos Faraones de la tierra que te recibió y que hoy te despedirá en un baño de cálculos. ¿Quién te habría podido prevenir que la henna (حِنَّاء‎) no sería lo único que marcaría sus cuerpos además de sus masoquistas caricias?

» La vista de la deslumbrante reina los dejó boquiabiertos a todos, en especial a Julio César, quien más que dejarse llevar por la belleza de Cleopatra, se enamoró casi inmediatamente del encanto que le generaban sus palabras que fueron capaces de “atraer a sus redes al más frío y determinado de los misóginos”. César podría tener a la mujer que quisiera. Por mero capricho podría haber tomado como esclava a Cleopatra, quien indefensa se presentaba ante él, armada tan sólo con la daga de su embriagadora seducción. El que no lo haya hecho, fue la causa de su perdición.

Le daba cosquillas cada vez que cruzabas con tus uñas a través del surco de su dos que daba directo al valle entre sus nádegas. Su voz te hechizaba tanto por sus temas, como por sus gemidos. Alunarse en la cama sin ponerle atención a la cenicienta clepsidra que anunciaba suavemente la llegada de un fin que ignorabas, pero que presentías se había vuelto la culminación de un ritual que no compartías con nadie más que Meme y Serapis. Ahora hacía parte del contrato que ella, en cambio, había inscrito a punta de indeleble tinta en tu piel de inflamable papiro de la Biblioteca de tu frágil memoria.

» Es interesante, pero Cleopatra no era la mujer más hermosa debajo de toda su fina teatralidad y estratégica coquetería. Más bien era una mujer que lograba cautivar a los hombres con su inasible voz que los tienta con la promesa de aventura y placer insondables. Ella no tenía la belleza de una marmolada estatua griega en adoración a Afrodita, como tampoco la belleza de una reina Nubia del lejano Aswan. Ni era la belleza de una obra de arte ni de un monumento al que los hombres iban como turistas y admiraban desde lejos, apenas de paso. A los hombres les estaba prohibido mirarla, no sólo porque la ley lo ordenara así, sino porque Cleopatra era una bella imperfección que impartía en hombres, mujeres y Diosas, como nosotras, el verdadero deseo de amarla detenidamente, en noches y días de efímera eternidad.


Meme no terminó nunca la historia. No sé qué hiciste. No sé, nadie lo sabe aparte de ti y de Dios. ¿Qué hiciste para acabarlo todo? Nadie te cree la versión esa que repites y repites de que no le hiciste cosa alguna, de que se fue así, como así. El patio de mujeres está repleto de reas que te aman. No entiendo por qué lo hacen, si por eso pueden terminar igual que Meme, igual que tú, Nada. Confessa tu transgresión y te dejaremos ir sin un Ḥudūd (حدود) tan severo, tal vez con un par de latigazos. No tenemos mucho tiempo, la decisión ya está tomada. Tan sólo acepta de una vez tus actos contra la Hisba (الحسبة) y tal vez así Allah (swt) te salve del Fuego del Jahannam (جهنم) que congela con mayor ardor entre más la hayas amado frente a lo mucho que la hayas sacrificado para ocultar tu amor antinatura e infértil.

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